El bienestar se negocia en los pequeños gestos: la crema que calma cuando el viento atlántico se empeña en recordar que aquí manda la humedad, el protector solar que se aplica incluso cuando el cielo es una acuarela gris, la tirita hidrocoloide que transforma una ampolla en anécdota. En una ciudad donde conviven peregrinos con mochilas épicas y vecinos que esquivan charcos con una precisión de relojero, los artículos de parafarmacia en Santiago de Compostela se han convertido en una especie de kit de supervivencia urbana con más ciencia que superstición y menos dramatismo del que aparenta el clima.
Quienes atienden tras el mostrador lo tienen claro: la hidratación es una política pública en clave cosmética. La piel, castigada por la lluvia fina y la oscilación térmica, agradece fórmulas con ácido hialurónico, ceramidas y texturas que no pelean con el tiempo de absorción. El titular oficioso en los pasillos es inequívoco: hidratar no es lujo, es rutina. Los dermoconsejos se cruzan con el sentir común: si la crema deja la cara como faro en la niebla, cambia de textura; si notas tirantez, quizá el limpiador está siendo más guapo que bueno. El humor aparece cuando alguien admite haber usado el mismo producto “para todo” durante años y descubre que, sorpresa, hay vida más allá de la crema multipropósito.
El sol, tímido pero insistente, obliga a recordar una verdad que los dermatólogos repiten con paciencia gallega: la radiación ultravioleta no se va de vacaciones con las nubes. Un FPS 50 de amplio espectro es la corbata invisible de quien camina por la zona vieja. La resistencia al agua gana puntos cuando el orballo decide sumarse al paseo, y el formato stick se vuelve aliado de bolsillos y bolsos pequeños. No hay heroísmo en saltarse el fotoprotector; lo heroico, si acaso, es acordarse de reaplicarlo sin montar un pequeño teatro en la calle.
El peregrino veterano y el caminante ocasional comparten un enemigo silencioso: la fricción. Las ampollas no distinguen entre fe y desplazamiento laboral. Aquí entran en escena apósitos específicos, calcetines técnicos y barras anti-rozaduras que evitan convertir un tramo de Rúa do Franco en una penitencia involuntaria. Los profesionales consultados lo explican con serenidad: la prevención es más barata que un botiquín de emergencias. Y sí, la foto del final del camino luce mejor cuando los pies no piden un alto el fuego.
El estómago, a su manera, también opina. Entre el pulpo, la empanada y la tentación de improvisar meriendas, los probióticos se han ganado un hueco en la narrativa de sobremesa. No hacen milagros, pero ayudan a que el tránsito no se convierta en un debate parlamentario. Combinados con fibras solubles y con un respeto razonable por los horarios, hacen equipo con el sentido común. Nadie se ofende si el farmacéutico sugiere introducirlos tras un curso de antibióticos; el tono clínico se agradece cuando el cuerpo pide orden.
El descanso no se compra, pero se puede acompañar. Las fórmulas de melatonina en dosis prudentes, las infusiones de plantas con evidencia moderada y los sprays de almohada con lavanda seducen en un escaparate donde nadie promete dormir como un tronco, sino como una persona que por fin ha bajado de revoluciones. La higiene del sueño, con móviles desterrados de la mesilla y horarios que no bailan reguetón, suele ser el consejo que no vende envases, y tal vez por eso es el más contundente cuando se practica.
El capítulo de las defensas aparece cada otoño con guión previsible. Vitamina D si hay déficit confirmado, vitamina C sin épica pero con un papel digno, zinc en su justa medida y, sobre todo, vacunas al día y manos limpias. Las mascarillas, ya sin la épica de 2020, siguen en el armario de quienes comparten transporte o cuidan de otros. El termómetro digital, discreto y fiable, mantiene su puesto de funcionario serio en cualquier hogar que no quiera adivinar la fiebre apoyando la mano en la frente como si fuese un oráculo.
En el neceser cotidiano también caben decisiones íntimas con menos tabú y más rigor. La salud sexual se normaliza a golpe de conversación clara: preservativos de talla correcta, lubricantes compatibles con tu cuerpo y su química, copas menstruales con instrucciones que no parecen mapas del tesoro, geles íntimos con pH respetuoso. Si algo chirría, la solución rara vez es más perfume; suele ser más información.
Los cuidados del cabello, tantas veces relegados a la estética, encuentran su dimensión sanitaria cuando el cuero cabelludo protesta. Caspa, dermatitis seborreica, caída estacional: palabras que asustan menos cuando se abordan con champús formulados para cada caso y con la paciencia que requieren los ciclos del pelo. La magia televisiva no existe; lo que hay son activos con respaldo y expectativas atadas a tierra. Entre tanto, un paraguas sólido sigue siendo un gran cosmético capilar, aunque no figure en la etiqueta.
Para los deportistas de ciudad, desde quien corre por la Alameda hasta quien pedalea bajo los soportales, la parafarmacia es base de operaciones. Magnesio para calambres según necesidad real, barritas que no engañan con azúcares disfrazados, geles de recuperación que no prometen récords, pero sí menos quejas al día siguiente. Las tobilleras y rodilleras, lejos del cliché de lesión crónica, actúan como recordatorio de que prevenir no es de cobardes. Y sí, el spray frío en el bolso puede ahorrar dramas una tarde de domingo.
La piel de las manos, resquebrajada por el gel hidroalcohólico y los días ventosos, agradece cremas con glicerina y urea en dosis razonables. El gesto de aplicarlas mientras esperas el café es casi un acto cívico. Los labios, culpables habituales, se reconcilian con bálsamos sin fragancias innecesarias y con filtros UV si el plan incluye terrazas, que en Santiago son deporte de riesgo meteorológico. Si alguien pregunta por qué tanto cuidado, la respuesta menos pomposa es la más honesta: porque duele menos vivir cuando lo haces.
En la trastienda de todo esto hay un aprendizaje compartido: el consejo profesional pesa más que una reseña aleatoria. No siempre hace falta lo último que circula en redes, ni el envase más bonito. Hace falta escuchar, explicar lo que te pasa sin vergüenza y aceptar que la constancia gana por goleada a la promesa rápida. Tal vez ese sea el secreto silencioso de las estanterías, un pacto entre la ciencia útil y la vida real que se cierra con una sonrisa detrás del mostrador y se valida en la calle, bajo una lluvia que, como tantas cosas en esta ciudad, cae sin alarde y de forma obstinada.