El milagro de encontrar hueco sin perder la paciencia en el corazón de Granada

No sé en qué momento exacto comencé a considerar que aparcar en el centro de Granada era una especie de deporte de riesgo, pero sí recuerdo la última vez que me enfrenté a esa misión con un coche de alquiler y una maleta dando tumbos en el maletero. La ciudad, con su Alhambra en lo alto y ese aire morisco que se cuela por cada callejuela, tiene una belleza que no se discute. Lo que sí se discute, y mucho, es cómo demonios encontrar dónde dejar el coche sin perder los nervios, el tiempo y, a veces, parte del presupuesto del viaje. Los parkings en Granada centro son tan codiciados que uno llega a sentir que ha ganado algo importante cuando encuentra uno libre, aunque sea en la quinta planta subterránea de algún edificio con rampas imposibles.

La primera vez que me atreví a aventurarme sin plan previo, acabé dando vueltas por el Realejo hasta que un amable —y estresado— residente me hizo señas para advertirme de que estaba a punto de meterme por una calle solo para autorizados. Fue él quien me explicó, a medio camino entre la compasión y la risa, que el casco antiguo está plagado de zonas restringidas, cámaras que multan sin avisar y señales que parecen parte de una gincana diseñada por el mismísimo Diablo. Desde entonces, aprendí que improvisar nunca es buena idea cuando se trata de moverse en coche por este laberinto urbano.

Hay momentos en que uno cree haber encontrado el hueco perfecto junto a la Plaza Nueva, pero pronto descubre que ese rectángulo soñado está reservado a carga y descarga, o que el parquímetro ya no acepta monedas a partir de cierta hora. Y así comienza una espiral de frustración que acaba en una callejuela estrecha, con los retrovisores pegados a una pared encalada y el corazón palpitando porque un coche de frente significaría dar marcha atrás durante dos manzanas. Después de vivir esa experiencia más de una vez, comprendí la importancia de conocer los parkings en Granada centro y elegir uno antes siquiera de pisar el acelerador.

Ahora, cuando sé que tengo que pasar por el centro —ya sea para una cita, una comida o simplemente para dejarme envolver por la ciudad— reservo con antelación en alguno de los parkings subterráneos que ofrecen tarifas por horas o bonos diarios. El Parking San Agustín, por ejemplo, ha sido muchas veces mi salvavidas. Está bien ubicado, no lejos de la Catedral, y aunque la entrada es algo angosta, tiene espacio suficiente y suele haber disponibilidad. Otro que me ha resuelto la vida más de una vez es el de Puerta Real, que me permite moverme por la zona comercial sin tener que preocuparme del reloj. Las tarifas varían, pero si se compara con lo que costaría una multa o los litros de gasolina desperdiciados en vueltas innecesarias, la inversión se amortiza rápido.

Me he convertido también en fiel usuario de aplicaciones como ElParking o Parkimeter, que permiten ver disponibilidad en tiempo real y reservar incluso con horas de antelación. Lo curioso es que muchos visitantes no saben que estos sistemas existen y aún llegan con la esperanza de encontrar un hueco gratuito, como si estuviéramos en un pueblo costero fuera de temporada. Granada no perdona la improvisación en este aspecto, y la diferencia entre una visita tranquila y una jornada frustrante puede estar en un clic hecho desde el móvil antes de salir de casa.

Otro truco que uso con frecuencia es acceder por la autovía A-44 y entrar por la salida de Méndez Núñez, que me evita el tráfico más denso y me acerca a zonas donde sé que hay opciones de aparcamiento. Si el centro está imposible —porque hay obras, procesiones o algún evento cultural— me desvío hacia el Camino de Ronda, dejo el coche en algún aparcamiento más alejado y me muevo en autobús o incluso caminando. A veces se tarda lo mismo que en encontrar un hueco en plena Gran Vía.

No puedo olvidar aquella vez que, por un error de lectura de una señal, aparqué justo al borde de una zona de residentes. No había multa cuando volví, pero sí un pequeño papel manuscrito en el parabrisas que decía “Ojo, aquí multan sin piedad”. Fue un vecino, sin duda. Agradecí ese gesto como si me hubiera salvado de una catástrofe, porque en el centro, cualquier despiste se paga. Desde entonces, miro dos veces, incluso tres, antes de dejar el coche en un lugar que me parezca sospechosamente libre. Lo que parece sencillo, a veces es una trampa para turistas confiados.

Con el tiempo, he desarrollado una especie de sexto sentido para saber cuándo rendirme y entrar directamente a un parking, cuándo dar una vuelta más y cuándo es mejor dejar el coche en las afueras y caminar. Granada se disfruta mucho más a pie. Eso no quiere decir que renuncie al coche, pero sí que he aprendido que, para ganar tiempo y salud mental, conocer las opciones de aparcamiento y anticiparse al caos es la mejor forma de reconciliarse con el centro sin perder la paciencia en el intento.