En una ciudad que sabe de lluvias finas, brisas saladas y cielos que cambian de opinión tres veces al día, no sorprende que muchos propietarios miren a sus paredes como quien observa el timón de un barco en temporal: si falla, lo nota todo el mundo dentro. Por eso no deja de hablarse de las fachadas de SATE en Pontevedra, una solución que está pasando de “cosa de técnicos” a conversación de portal. La ecuación es sencilla: más confort, menos gasto y una cara nueva para el edificio. La parte divertida llega cuando descubres que el vecino del tercero ya no tiene moho tras el armario, que la caldera trabaja sin resoplar como una locomotora antigua y que, de repente, el sonido de la lluvia se vuelve banda sonora y no ruido de fondo.
Detrás de las siglas SATE está el Sistema de Aislamiento Térmico por el Exterior, un conjunto de capas que envuelve el edificio por fuera como un abrigo bien cortado, eliminando puentes térmicos y reduciendo pérdidas de energía. No es una moda pasajera: se trata de paneles aislantes —habitualmente poliestireno expandido, lana mineral o XPS— adheridos y anclados, recubiertos con mortero, malla y un acabado que, más que una piel, es un escudo. El resultado práctico es directo: menos calor escapando en invierno, menos calor entrando en verano, adiós a la pared helada que empaña cristales y a la que invita a la condensación. Los números acompañan: la literatura técnica sitúa los ahorros energéticos entre el 30% y el 60% según estado previo y calidad de ejecución, y el confort subjetivo sube de categoría, ese que se mide en calcetines que ya no necesitas.
El contexto local pone su sello. En Pontevedra el agua no cae, dialoga; la sal broncea fachadas y los vientos del Atlántico ponen a prueba cada remate. Por eso la elección del sistema y del acabado no es un capricho estético sino una decisión de ingeniería cotidiana. Acabados con resinas de siloxano o silicona aportan hidrofobicidad y resistencia a algas, los de silicato transpiran como corredores de fondo, y la lana mineral añade un plus acústico que se agradece en calles animadas. Lo importante es que el conjunto cuente con evaluación técnica europea, que los espesores cumplan el CTE para la zona climática y que la combinación de capas favorezca la permeabilidad al vapor para evitar que la humedad se quede atrapada dentro, que bastante trabajo tiene ya con la niebla matinal.
La obra, bien planificada, tiene su coreografía. Se revisa el soporte, se corrigen desconchados, se coloca el perfil de arranque perfectamente nivelado (aquí la plomada es la vara de medir de la buena reputación), se pegan y se fijan mecánicamente los paneles, se encajan piezas alrededor de huecos con mimo de orfebrería y se ejecutan esquinas y alféizares como si fueran la carta de presentación del edificio. Luego llegan la malla embebida en mortero y las manos de acabado, cuya paciencia es inversamente proporcional a las ganas del primo manitas de “darle una pasadita”. Entre secados, andamios y vecinos curiosos, conviene recordar que el gato del bajo no entiende de revocos frescos, así que mejor la puerta cerrada y las patas limpias.
El miedo al mantenimiento suele disiparse con la explicación correcta. Un sistema bien ejecutado tiene una vida útil amplia, y su cuidado es más parecido al de un coche al que haces revisiones que a una reliquia que no puedes tocar. Limpiezas periódicas con agua a presión moderada, un ojo en zócalos y vierteaguas para que la lluvia haga lo que mejor se le da —salir corriendo—, y, si la fachada lo pide, una mano de pintura compatible al cabo de los años. Nada de alquimia ni de promesas místicas: técnica, oficio y materiales certificados. De paso, el inmueble suma valor de mercado, y no solo por el acabado: los compradores leen con atención el capítulo de eficiencia cuando el precio de la energía parece escribir novelas de suspense.
A las dudas habituales les conviene un trato honesto. ¿Quita superficie útil? No, porque todo va por fuera. ¿Es feo? Solo si se eligen acabados a ciegas; hay texturas, granulometrías y colores para que la comunidad se ponga de acuerdo sin que salte el comité de gustos imposibles. ¿Hace falta licencia? Sí, y mejor tramitarla con alguien que conozca la normativa municipal y no se líe con el catálogo de protección en zonas con valor patrimonial. ¿Y si el edificio es antiguo? Precisamente ahí brilla, porque permite mejorar la envolvente sin tocar tabiques ni invadir viviendas, y corrige puentes térmicos que nacieron el mismo día que las baldosas hidráulicas. ¿Y el fuego? Sistemas con lana mineral y detalles de encuentro bien resueltos elevan la seguridad, otro argumento que los seguros cada vez escuchan con mayor atención.
El bolsillo, por su parte, agradece una cuenta clara. Entre subvenciones europeas canalizadas por la administración y ayudas autonómicas, la inversión puede aliviarse si se documenta la mejora energética con rigor. Una auditoría previa, un cálculo de transmitancias y una memoria técnica bien armada no son burocracia vacía sino la llave que abre puertas. Además, cuando la calefacción deja de trabajar “a pedal” y el aire acondicionado no se siente como un ventilador epiléptico, la factura se comporta y el retorno aparece. Lo curioso es que muchos usuarios notan antes el confort que el ahorro: el silencio de una pared que aisla, la temperatura estable y la desaparición de esa corriente traicionera detrás del sofá valen tanto como los euros que se quedan en la cuenta.
En el mapa doméstico hay historias que ya circulan. En un edificio de Poio, los residentes cambiaron el ritual del albornoz pegado al radiador por una ducha sin prisa porque el baño dejó de ser una cueva polar. En una vivienda de Marín, la cocina, antes reino de la condensación, presume ahora de paredes secas y olores que no se eternizan. Y en el centro, en una comunidad escéptica por naturaleza, el antes y después conoce su mejor fotografía al caer la tarde, cuando el termógrafo muestra en colores lo que la comodidad cuenta sin palabras: el calor se queda dentro, la inversión también.
Para acertar con el proveedor no hay atajos milagrosos. Conviene pedir referencias, visitar obras entregadas hace unos años, comprobar que los instaladores están formados por el fabricante del sistema elegido y exigir que los detalles de remate queden dibujados y no solo explicados por teléfono. El calendario de trabajos debe respetar la meteorología, porque la lluvia gallega no lee pliegos de condiciones, y las juntas con la comunidad merecen su espacio para decidir acabados y planificar andamios con la misma diplomacia que se organiza la fiesta del portal. Cuando todo encaja, la ciudad se descubre en otra textura: edificios que respiran mejor, vecinos que viven más a gusto y fachadas que cuentan, sin alardes, que hay formas inteligentes de hacer que el interior se sienta como siempre debió sentirse.